sábado, 30 de enero de 2010

Todo lo bello convoca

"Salinger no... no puede ser: Salinger era inmortal. Yo sabía..., creía que..." (una voz en la sala de profesores tras conocer la noticia.)

"... la savia serpenteaba alrededor de los delgados tallos con un leve ruido húmedo, como el beso de los caracoles." Boris Vian



"No se puede aceptar de una mujer que se quede con uno sólo porque le ame." Boris Vian



"Barcelona es como la compañera interesante que se sentaba atrás y con la que casi no coincidía. Cuando la ves de cerca sabes que la habrías querido más, te imaginas qué hubiera sido de ti si ella se hubiese presentado cuando todo era posible, te preguntas, aún hoy, que por qué no nos vemos con más frecuencia; que por qué no nos habríamos conocido antes. Ves que tiene más cosas, que responde al pensar común del estereotipo de mujer mediterránea. Paseas la Rambla y sabes que con ella ocurre como con ese tipo de mujer: acercarte a ella, tratarla más, su fragancia... te volvería loco. Madrid es biografía real y Barcelona el sitio donde encajaría." (Conversación mientras corríamos por el muro de Gijón.)


"La novia de mi hermano era bastante guapa, sobre todo de piernas. Cada vez que le mirabas las piernas, resbalabas un poco. Y a mí me encanta resbalar. Lo que me da miedo es caerme, sí, pero resbalar es algo que me hace perder la cabeza. Un buen resbalón hace por mí lo que hace por una campana el brazo más fuerte." Chus Fernández


"Después de la guerra los rusos irán por las casas con grandes bolsos, de los que sacarán regalos para toda la humanidad." Bora Cosic


"Algunas palabras eran muy antiguas, otras muy nuevas, todo estaba mezclado. En los cuentos, las novelas y los libros en general se trataban muchos temas, pero en la vida real todo era muy diferente." Bora Cosic


"Siento que muero un poco más cuando las cosas que creía se me van." Joe Crepusculo


"Una flor ha nacido sin sol dentro de una botella y te atrapa un terror absoluto y te lleva con ella." Joe Crepusculo

domingo, 24 de enero de 2010

Gigante



La playa, André Lhote

Cada lunes inicio mi clase con un ejercicio de narración oral con formato de folletín para adolescentes estilo Física y química o El internado.
Hace mucho tiempo, les digo, en épocas remotas, yo me imagino a los homínidos de nuestros antepasados, sentados alrededor del fuego (uno de los primeros escalones tecnológicos) escuchando (costumbre en desuso) acontecimientos en la voz hechizante de algún anciano, sabio, testigo, quizá aún pastor. Cuando entonces, cumplía varias finalidades: la explicación del origen o el bien y el mal de la naturaleza y, por ende, de ellos mismos; la transmisión de conocimiento; la cohesión grupal; la diversión; la exaltación de las virtudes de la tribu; el escaparate de modelos de comportamiento... Esas primeras manifestaciones literarias precisaban de memoria y de seducción: no todos guardarían tanto, no tantos estarían capacitados para el hechizo.
Imaginaos que no existiese Internet, ni televisión, ni cine, ni libros: ¿Qué haríais?
Esta última pregunta conlleva sus riesgos: son adolescentes sujetos a la fiebre y al calor de una suerte de virus hormonal; pero hasta hoy, salvando ciertas impurezas, he salido airosa de la experiencia.
Podríamos suponer, continúo, que, entre otras actividades, nos contaríamos leyendas o cantaríamos: ¿De qué? ¿Sobre qué?
¡De miedo! –gritan algunos; ¡De amor! –otros.
Entonces o bien les leo algún pasaje escogido de la literatura universal (o de algún autor que nunca se hallará en ese continente pero que no le sobraría contenido para ello), o bien les cuento una anécdota o una película.
La semana pasada les narré la historia de dos chicas más o menos de su edad, Amber y Lynette. Una, madre adolescente; y otra, adolescente que tuvo que hacer de madre. Yo pongo voces y tiro de cualquier recurso para la captatio benevolentiae, pero la magia está en el arte de la literatura no en que yo esté dotada del don del hechicero, ni mucho menos. Mientras oyen lo que les cuento y preguntan y se enganchan, voy dosificando la información y en el clímax les digo “Y hasta aquí puedo contar”.
-Jo, profe, cómo te pasas. ¿Qué ocurrió, se quedó con la niña, volvió allí, Tassie logró ser algo más para Sarah, Edward se implicó...?
-Si no queréis ser behhh, leed –les digo; y se ríen.
El libro del que extraje estos personajes, por si les interesa, se titula Al pie de la escalera de la escritora norteamericana Lorrie Moore. Magnífico. Imprescindible.

Con todo, sigo a lo mío. Aprovecho, de este modo, y les introduzco los subgéneros narrativos, les hablo del Minotauro, de las leyendas, de la poesía épica (tirando de símil actual y referencias asequibles del tipo Gladiator o 300); también del cuento y de la novela. Con epílogo: el cómic, la novela gráfica, el cine... A veces, muchas, son ellos quienes me sorprenden. Es el caso de E., una superviviente a una leucemia infantil que la tuvo hospitalizada durante dos años. Es creativa, dispersa, enganchada a la lectura, supongo que como muchos niños encamados como bálsamo o arsénico de evasión. Ella nos relató una leyenda que recibió de su bisabuela: un nocturno e intermitente gemido de bebé, unas montañas leonesas, un accidente en las minas... Ella sí fue un bayo al galope del abracadabra del encantamiento.
Mañana me serviré del cine. Mañana les contaré Gigante (Adrián Biniez, 2009).
La primera vez que oí hablar de esa cinta (Oso de plata, Gran Premio del jurado y mejor ópera prima festival de Berlín 2009, premio Horizontes latinos festival de San Sebastián 2009) ya se produjo en mí cierta suerte de encantamiento: me atrajo la sencillez de la historia, los previos, el enamoramiento (en un lugar tan poco dado a ello como un hipermercado argentino, en un cuándo cruelmente realista) entre dos personajes tan invisibles como un nocturno guardia de seguridad y una solitaria limpiadora que busca al amor de su vida en las páginas digitales de contactos, con la cámara y los silencios como único narrador.
Ya he gruñido, pataleado y malcafeado bastante en este espacio mío sobre los pocos lugares que nos quedan a los amantes de cierto cine, bien clásico o del no convencional, no comercial, de pequeña factura, pero repleto de belleza en la ficción o lírismo en las imágenes. Pero hay islotes: no sé dónde ni cómo lograré ver La cinta blanca pero en el ciclo V.O.S. de pumarín gijón sur sí hay otras del cine del mío con las que regalar mis ojos. A lo largo de los sábados de este primer trimestre de 2010 me esperan, como antaño con las de primera sesión, ratos de placer. Seguro.
Ayer fue uno.
Lo peor: la acústica del cine sudamericano. Ojito: elemento que no es moco de pavo. Hoy he escuchado en la Ser la llamada de una oyente invidente zaragozana que suele ir al cine. Contaba que ella va y escucha y con los diálogos y los efectos sonoros disfruta de las películas. Como poco, la historia merece ser contada. La señora intervenía, no obstante, para expresar su descontento y la frustración que la última película sobre la figura de Sherlock Holmes le había dejado en el oído. Ella que fue a ¿ver? una de diálogos y se encontró ¿escuchando? una de acción y golpes sentía su ánimo y su alma timados. Su acritud maña traspasaba las ondas. Aquí lo dejo.
Regreso a lo mío. A pesar del tema audio, que afortunadamente en Gigante pesa poquísimo, la historia es bellísima: atesora la hermosura de lo natural. Jara, un hombre que tiene todo el aspecto de un violento oso y juega a provocar en el espectador el disparo de las deducciones gratuitas y los prejuicios (guardia, grande, adherido a sus cascos con rock duro y heavy metal) le regala a Julia (feúcha, solitaria, de pequeños gestos cotidianos, que emerge transparente) una segunda mirada: la que convierte al igual en único; cuando el rito del día a día nos elige, cuando enamorarnos nos resucita del gris y la monótona alienación, cuando ya nada vuelve a ser lo mismo: porque uno no ama, no así, en vano.
Qué real la película, cómo apetece seguirla, verla en el mundo. Y mirarla hasta que se te pongan rojos los ojos sin tener nunca bastante. Ver, en lo pequeño, el proceso de cómo el amor nos atrapa.
Oh sí y los celos. El retrato tan acertado de lo posible. De nosotros enamorados. Conozco muy pocas encubridoras Altar Keane, pero sé de amores gigantes en vidas pequeñas.
Como el de Jara.
Anécdotas varias. Cuando estrella, por ejemplo, la cara de aquel rijoso contra el volante, quien ha amado así, sus labios callan pero las neuronas asienten: sí, sí, el homínido que guardamos ahí dentro a veces quisiera coger orejas con pendientes, pelos lacios y calvas incipientes y darles en las narices con algo, para que dejen quietas las manos, se callen lindezas de intenciones sicalípticas y limpien la mirada. Y lo de provocar el chaparrón anti-incendios… es que, a veces, cuando a uno se le cruza la sospecha de que la dama está con varón (qué importa que sea su marido) o varón con dama, apetece boicotear sin ser visto. Pero normalmente no se puede y sólo puedes deslizar un cactus con su nombre en mitad del pasillo por donde ella sola transita o una pastilla de jabón de aceite de oliva y piel de naranja intentando remedar su memoria como un niño agita las manos cuando la habitación está oscura y no encuentra la llave de la luz. Esa fragilidad, nuestros altos y miserias, activa todos nuestros miedos.
Y no cuento más.
Les digo lo que escribió un crítico americano sobre Al pie de la escalera: “Al acabar la novela me dirigí de inmediato al lector que tenía más cerca y le hice jurar que la leería”. Aplíquenlo a esta película.
Mañana Gigante en narración oral para mis alumnos: una de amor del bueno. Por supuesto.

viernes, 22 de enero de 2010

Il falegname

Da me.

Intentaba repasar las preposiciones italianas, falsos amigos idiomáticos donde los haya, cuando sonó el teléfono móvil para interrumpir mis incursiones en la lengua de Dante.

-Soy Silvio. ¿Paso ahora?
-Pues... verás...
-Escuché el tu mensaje y estoy bajo tu ventana.

Me sonó tan poético, que me imaginé como la bella Roxana en la versión infantil de Taï-Marc Le Thanh de Cyrano que cada noche de esta semana me toca leer a mis gnomos; con estos previos, quién le iba a decir que no.


-Sube pues -¿Prosa inmemorial?

Dejé la gramática y esperé a mi carpintero. Dos días antes tuve de visita a Antonio, el fontanero. En la intimidad a uno lo llamo Belarmino y al otro Apolonio, en honor al Novecentismo y a Pérez de Ayala; y a lo dionisíaco y apolíneo; bueno, y a lo mucho que admiro la riqueza en mente y en pragmatismo que ambos ostentan.

Se me dan bien, los profesionales del gremio, digo; (vaya quiebro a la norma: es que pasar del italiano al español y de la sesuda gramática a la arquitectura de interiores me provoca cierto vaivén, algo así como un alma bipolar. Ora maníaco, ora eufórico. Y claro, afecta a mi locuacidad y al constructo de mi sintaxis, a ver si se me va a escapar uno de esos parónimos cacofónicos que luego traen cola en prensa -del tipo, "¿Michu?, ¿Mino?"- y que una vez leídos tan bien me vienen, por cierto, para ilustrar fenómenos del idioma en mis clases). “No me vayas tan de al hecho” me parecía estar oyendo al viejo y no menos añorado Julio en un intento tan imposible como voluntarioso de recortar las largas, prolijas y maliciosas peroratas de su esposa.

Sigo entonces.

Suena el interfono.

Vieni da me. Silvio è puntuale.

-Hola pequeña –dijo revolviéndome el pelo–. De María de Maeztu a elfo con ojos. Los destinos del señor son bulliciosos.

Me costó bajar de la pose Visnú y le lezioni sono lunghe a la prosa multicontextual de Silvio, a pesar de que recibir a este hombre siempre granjea, per fortuna e sicuro, impressioni buone.

-Va bene... digo, buenas tardes, Silvio.
-¿Te pasa algo en la boca?

“Non cambia niente”, in effetti mi ebanista, pasase el tiempo que pasase, seguía auténtico, perspicaz, ligero y real como l´erba verde. Su historia: curiosa. De alto ejecutivo a un José sin Belén: “El estrés no tenía piedad; mi deseo siempre insatisfecho. Apareció Ramiro de la Calle, Buda y la felicidad; trino y uno. Todo a la vez. Entonces comencé a vivir de mis manos con recto esfuerzo y pocas ambiciones”.
Con síntesis, resumen, precisión y elipsis necesarias, Silvio me contó un día la razón de su existir.

Él tiene tamaño Odín y yo casi floto cual flor de calabaza de río, así que cuando abre el cuaderno y saca el lápiz orejero, él escribe sobre la litera de arriba y yo me subo en la de abajo para que mis ojos alcancen su grafía. Lo hice la primera vez que vino a casa y ahora ya es una especie de rito de recibimiento; él ríe a carcajada abierta y yo me siento una estampa de brocado en el alambre sobre el mueble-tren donde duermen mis hijos.

-Il cielo è azzurro... está cambiando el tiempo.
-Tienes que leer menos y vivir más, vidi, estás a medio hacer. Y no me refiero al orden sexual; sabes que para mí casi eres una hija, y te lo dice alguien desvirgado a los doce y con un catastro femenino como el de Luis XVI. En suma, que aunque ahora sea uno de los tópicos contemporáneos, no me refiero a la coyunda, sino a lo pequeño, a lo de fuera, a hacer una sola actividad con tiempo y disfrutándola –Sus palabras sonaban convincentes.

-Ah; pensaré sobre ello. ¿Qué te parece si vamos a nuestros asuntos? (por descontado, adoro tu clarividencia y tu don para la retórica, con todo, estás aquí como carpintero). Y de eso se trata: necesito otra estantería.

-Cagontal. Díjete que no más, vidi, que van comete los ácaros, pequeña oruga, que ellos tan creciendo con tanto papel y yo, de vez en vez, te veo más ruina.

He de aclarar que Silvio es un informante delicioso para cualquier dialectólogo que se precie de tal: ejemplo vivo de bilingüismo, diglosia y fenómenos de sustrato.

El mundo es efímero; pero hay ratos que toman una consistencia que diríase que hubo un Dios creador de una tierra eterna.

-Silvio, la última, ¿vale?
Me miró desde la oscuridad de su cabeza olmeca, con un mohín de desobediencia que fue derivando en una cesión en toda regla.
-Vidi, ¿por qué no me pediste a los Reis d´Oriente un libro electrónico? Convertías to esto en una biblioteca de bolsillo. Ye lo último.

“¿Tú también, hijo mío?”. Que venga mi Silvio, mi manitas de madera, mi Gepeto (I soldati sono coraggiosi) a tratar de venderme el artefacto o dispositivo o loquesea ese llamado e-books o e-readers, de apenas doscientos gramos y de una memoria capacitada para 1500 títulos me irrita el Karma o el éter corporal. No quiero el libro digital, amo mis volúmenes, el olor a papel, mis subrayados, la fecha de compra (¿quién era yo entonces?); sigue siendo una fiesta el correo de ChemaParadiso con su “Ya tienes aquí el libro x; pasa a recogerlo cuando quieras, un saludo, Chema” y la consiguiente búsqueda (palparlo, abrir su fragancia, explorar su índice). Que no, que no y que no. Me disfrazo de romántica.
-Quiero que me coman mis libros, envejecer con ellos, ajamonarme o amojamarme en una casa empapelada de tejuelos, dejarlos en herencia a mis hijos o a la biblioteca del barrio. No, Silvio, no lo intentes. Estoy de vuelta de ciertas ceremonias.

-Con lo estudiada que tas: vas perdete; no te ofendas, pero voy decite que si sigues en tu afán reaccionario paezme que te va a faltar la patatina pal kilu. Dan ganas de llamate zorola o mastuerza o zamuza. Con perdón, vidi, dígotelo desde el cariño infinito. Tas sin encomendar a Dios ni al diablo. O tas dejada de la mano de Dios; o vas necesitar Dios y ayuda pa ver la luz. Nena, no pues dar la espalda al progreso, y qué espalda ¿aliménteste bien?...Tas güesuda y seca.

“L´uomo è ragionevole”.

-Mira Silvio, quiero que ocupe de aquí hasta allí, madera y en oscuro, con estantes a varias alturas, sin cierre arriba. Dos cuerpos.
-Ummmmm, encima no se lleva eso. Tas vikinga del to.
-Che cosa è? Quiero decir... ¿Cómo?
-Esto no es un camino de rosas. Va a costate euros a esgaya, vas quedate a medio camino: antigua que no longeva.

Cuando empieza así, sale lo mejor del artista, pero me quedo coja ante su intención comunicativa: no me abro camino, no traigo el buen camino o no me pongo en camino. Y todo en un afán de seguir con la cortesía idiomática.

-Hoy vienes puesto "de camino". Te sigo, te sigo.

Le encantan ciertas expresiones aderezadas con una oscuridad expresiva que me apasiona: unos hacen sudokus, yo contemplo la elasticidad del idioma. Unos días van en bicicleta, otros huelen bien.

-Nena, hablar conmigo ye como andar por un camín de cabras; pero tú me entiendes: no te lo hago. Y no. Vas a la factoría sueca, ahorres, colóqueslo tú solina (y de paso aprendes y pones a funcionar les manines) y si no te va bien, abandonas la idea, regalas tanto volumen e inviertes en lo digital: un íbuks de esos.

-Che facciamo? Anda, Silvio, hazme un garabato y ponte con ella: quiero esa estantería, la necesito.

Todo esto lleva la mejor de mis sonrisas. Conveniente, tranquila, agradecida.

Él intentó conservarse como una aulaga, duro y espinoso.

-Si me lo haces, además de pagarte lo que me pidas, te regalo un libro y te recomiendo otro, de los que a ti te gustan.
-Nena, no quiero engañate, tengo mucho trabayu, no es plato de gusto dar margaritas a los cerdos: no al papel, sí a lo digital.

Le escribí en la hoja cuadriculada con ese lápiz maravilloso, grueso y que en lugar de escribir, tizna, mi última lectura, embriagante y magnífica: Borac Cosic, El papel de mi familia en la revolución mundial. Luego, alejop, salté de la litera, corrí hacia la biblioteca del pasillo (hay otras: en el salón, mi habitación, una esquina de la cocina, estoy por convertir una de las duchas en más de lo mismo). Cogí una antología de relatos de Buzzati. Empecé a leer...

-No sigas; mejor cuerpo y medio, pino, tintado en oscuro...
-Gracias, Silvio, ¡eres un sol! –dije con la comprobación de que todo sigue estando en los libros. Maravillosa seducción.

Él se llevó mi Buzzati y el croquis. Yo me quedé con su palabra, única, inflexible, rotunda. Ah y el italiano: Di chi è questo libro? Pero esa es otra historia.

jueves, 14 de enero de 2010

El Palenque



Los novios, Antonio López

Bufaba la señora de atrás. En el rostro, agraz de suyo, se leía en mayúsculas la palabra prisa seguida de impaciencia. Me dice en bajito, hablándole a mi nuca: "Padezco de gerontofobia". Estaba encrespada; el simple hecho de tener que guardar cola le ortigaba el ánimo.


Dio con hueso.


Un mes en la extinta RDA me enseñó a estar entre uno y otro a la espera de todo lo colectivo. El hombre tardaba. Se movía inquieta. Adelante, atrás. Me golpeó los tobillos un par de veces con el carrito de la compra.


No se disculpó: buscaba mi complicidad en la espera. Contra el hombre.


Hice cola en el cajero detrás de ese hombre, del cuello de un hombre, que parecía no confundir valor y precio. Tenía la nuca arrugada, el esqueleto queriendo rebelarse al derrumbe que el paso del tiempo deja en las formas; cogió el dinero, vi sus manos, de hortelano o cabrero, esperó sin prisas, sin mirar a los lados ni hacia atrás, no parecía tener miedo (ni al que atraca, ni al que falsifica, ni a las mujeres, ni a la enfermedad; ni siquiera al vendaval que llenó las calles del barrio de mi instituto con una suerte de intimidades que sólo a lo doméstico atañe: calcetines, medias de rejilla, algún mantel...). Tomó el recibo. El torbellino atmosférico dio paso a una humedad meona. No lo escudriñó, pero acarició sus esquinas. Lo guardó en el bolso derecho de su pantalón. Se dio la vuelta ya mirándome a los ojos. Entonces, como cereza me coloreé.


Toda la vida de aquel hombre estaba en su forma de atrapar el mundo. Alguien a quien no se le encoge el ombligo. Yo sonreí. Él dudó. Saqué la tarjeta con el cuerpo de medio lado, lo que me permitió ver que él me concedió una segunda oportunidad:



-Perdona, ¿nos conocemos?
-¿A qué hueles? ¿Qué aliento traes?



Un hombre mayor, una mujer que parece más joven, acaso más en su cristal, dos extraños en una sonrisa. Formas de cine de mi adorado Otto Preminger.



La mujer ya entre él y yo seguía esperando a la cola, mirando ostensivamente el reloj. No sería capaz ni de escuchar en plena noche al querequeté. El encuentro congeló su mala educación. Contemplaba la escena.


-Sí, nos presentaron, usted me firmó El Palenque... Le veo bien.
-Ah. Muchas gracias.

Las arrugas de sus ojos enmarcaron cierto destello: fiebre o laurel.


No creo que se acordara de mí. Brilló antes su nostalgia, que su ego; la recuperación de algo en la voz de una desconocida, alguien que esperaba a que él realizara su tarea, alguien a quien quizá no volviera a ver, a tropezarse, en fin, descubrir que se pude ser cotidiano a la otredad.
Pudo sentirse halagado.
O no.
No debe de ser de ese tipo de hombres: su chaqueta, sus maneras, la prudencia en el tono de voz.


Me habló entusiasmado de aquél que un día nos presentó, del intermediario entre él y yo, de lo bien que le iba, de lo mucho que se alegraba, de lo importante que algún día llegaría a ser; su generosidad lo transmutó en alguien aún más grande.

-Precisamente acabo de felicitarlo por su última traducción.

Hablemos de ti. Cuéntame a qué huele el calor de las indianas, de dónde la humedad de ese mar, cómo arrancar la niebla en las costas; del comercio y los ultramarinos, de las travesías, de los periódicos de allá, de cuando entonces. Sé capitán, aventurero, talador de árboles, cuidador de acémilas, tahúr, pintor de cal; hurtador de besos en oscuros callejones...

-Le sigo en prensa.
-Ya ves.

Nada.

Desde su observatorio privilegiado, la mujer dio licencia a sus fobias, a su cara, a su mala leche, a ella misma.

-¿Y tú, a qué te dedicas? No recuerdo, lo siento -Conservaba aquel hombre el encantamiento de los modos. La elegancia en el trato. Las palabras ceñidas por el tono de la cortesía.


Eres muy nuevo, Romanín, pero quiero decírtelo para cuando seas grande: no hagas engaño a las mujeres. Haz lo que él hizo conmigo, la verdad por delante. Porque las mujeres venimos a ser como la tierra labrantía, que da cosecha buena si le ponen simiente buena. Y si le ponen simiente dañina da cardos borriqueros.

En mi fantasía olía a espliego, lo hubiera invitado a un café o a un viaje a Kamchatka en autobús: todo por pasar tiempo incrustada a su fabular.

-Enseño Lengua y Literatura en un instituto, trato de que amen o se infecten o enfermen de ficción. Mis chicas... mis chicos.
-Eso es muy bueno. Muy bueno.

Nos miramos.
-Entonces..., hasta la próxima.
-Hasta la próxima.

Esta vez ambos sonreímos. Se fue.

La señora lo miró de otro modo; ya no era un hombre lento, un pesado, un cualquiera. Era un escritor. No era quien le robó diez minutos arriba o abajo en la osada tarea de aquella mañana. Era también un periodista. No un obstáculo en su gratuito estrés matutino: una profesora de Lengua y Literatura, dedicada a enseñar, quizá a su hija, quién sabe si historias que podían haber sido escritas por aquel hombre, lo había tratado de usted, con sumo respeto, hablando de aquella firma y de su libro como podría hacerlo de un tesoro. Al llegar a casa preguntaría a la niña o a las amigas de la niña. Escudriñaría los dictados, les pediría los recortes de periódico trabajados en el aula, relataría aquello como lo más importante de su mañana anodina.


-¿Cómo dices que se llama ese escritor? El palenque no me suena. ¿De qué va?
-Otro día se lo cuento -dije.
"Que te lo pique un pollo", pensé.

[José Antonio Mases, El Palenque]

martes, 12 de enero de 2010

Cosas reales




Doce de enero. Pasiones cotidianas. Piñata infantil. Mis libros y afanes. Restos de mis pequeños... Lo real.


Cosas reales son una mujer cruzando la calle,
lacónicas
noticias en la radio, los cenicientos edificios, un perro
afanoso
entre la gente, dos niños junto a un columpio
-de pronto, ella le arrebata algo de las manos y escapa,
un hombre sentado en un banco,
el viejo detenido ante un ciprés, las olas batientes
contra el malecón en el retrovisor del coche...,
al pasar cosas irreales son.

ÁDH., 2009

domingo, 10 de enero de 2010

Yakuza




-A mí Brad no me pone. Y no soporto Sexo en Nueva York.

Gestos sugerentes. Miradas abiertas y boquitas burlonas.

Se me ruborizan las mejillas.

-Es que tú eres muy... ¿singular?
-Qué va, es impostadamente ingenua y se hace la extravagante.
-No. Nada de eso. Se quedó en las hojas de arce y la flor de cerezo: todo el día ensimismada, flotando, como Remedios la Bella.

-Yo también os quiero -puntualizo.

Risas femeninas.

Cómo son. Todo por negarme a lo gregario de un chico de moda y una serie ¿femenina? Puaj.
Me dicen mis amigas que soy muy rarita para los hombres, que a mí lo más moderno que me gusta es Don Draper (Mad men) y eso porque me recuerda a los actores de antes, a Gable en Lo que el viento se llevó, a Robert Mitchum en Retorno al pasado, a Charlton Heston en Cuando ruge la marabunta u Horizontes de grandeza, a William Holden en Picnic (o en cualquier otra), a Sterling Hayden, o a mis Paul (Belmondo, Al final de la escapada o Newman, La gata sobre el tejado de zinc).

Puede.

Me siento atraída por la fuerza tranquila, más que por la estética posmoderna; una es así. Y leo que seguimos siendo hembras, sacos de bacterias y feromonas, en busca del macho Alfa, uno, cuya genética violentamente hábil tatúe a nuestra descendencia. Nuestros deseados, al contrario, persiguen un club: polucionar e inseminar, cuantas más mejor, para colonizar el globo con un repertorio de iguales. Para ello, escriben los expertos, se decantan por las chicas sumisas y bellas. La primera condición es sierva de una idea: serán mejores madres.
No pregunten.
La segunda, porque sí: a todos les gustan las guapas.

De vez en cuando, sin palomitas, me sorprendo, desvestida de inocencia, fisgando a los actores entre mis clásicos. Son dispares, atemporales, de mirada turbia o apacible, hechiceros de un tiempo donde el sistema los convertía en dioses o gigantes; con todo, desprenden un culto a lo masculino y una fuerza tranquila. Quizá esas dos sean mis constantes; y la imaginada fragancia de lealtad.

Pero la épica se disuelve en la pantalla y la radiografía de mis años en el mercado de la carne no se coronó con esta suerte de héroes. De ahí mi poco historial. (Quedaría mucho mejor recoger aquí lo que dijo Gilda “Si fuera un rancho, me llamarían Tierra de nadie”; pero hasta a mí me resulta excesivo).

-Es que a mí me gusta el hombre –Ahora sí que lo arreglé.
-Ya te regalaré un bote de Axe o mejor la colonia JAQS (si la fabrican todavía).

Mónica saca el espejito del bolso y se define los labios en gloss pink, a la vez que niega con su cabeza una y otra vez.

Helena acerca la copa a la boca, siempre sensual, y me guiña un ojo.

Me llevo la mano a la ahora desnuda nuca. Es en estas ocasiones donde añoro mi antigua melena y el ritual de sus modos: la necesidad de esconderme.

-No te azores. Cuando te acaricias así no sacas a la niña, sino que te muestras exquisita y apetitosa –Ana finge morderme el cuello, jamás ajena.

-Eres transparente. No lo olvides –Sentencia Mayte desde su seriedad fingida.

Intento cambiar de tema.

-¿Sabéis que Ramón cierra el Buggys? Dice que está harto de perseguir a los clientes por dos euros cincuenta, que dónde se meten los disfrazados “pastis” del festival, que el lugareño se está cargando a los profesionales del arte. Primero Discoteca, después los videoclubs de culto, qué vendrá luego ¿las librerías? (Cuando me lo preguntó, crucé los dedos y recé, atea que es una, hebras residuales de oraciones que recordé del Catecismo escolar, por mi librero Chema Paradiso).

-Tu humor. Eres una pervertida, nos la pretendes colar, a otro perro con ese hueso, princesa: lo que realmente te disgusta es que te vas a quedar sin camello que te proporcione rostro, cuerpo y dedos del Star system con los que fantasear.
-Y voz –apunta, rápida, desde sus redondeces golosonas, Patricia.
-Eres una cortesana con piel de doncella.

No digo yo, que en mi triplete de vida privada, pública y oscura (Gabo dijo y mi hombre del Bierzo me regaló la frase en uno de esos jovinos cafés inolvidables), la tercera se lleve la mejor y más copiosa parte, pero bah, sentir que mi servidumbre cinéfila es pura decoración de mis parafilias...

-La elección de cine nunca es inocente.
-Cierto -contesté. La ficción nunca lo es. Deseos, miedos, vidas paralelas...
-Os lo repito: es una enferma.

Me propongo otro giro conversacional.

-¿Visteis Avatar con gafotas? A mí, o a la niña encerrada que llevo conmigo, más bien, me encantó.

Se limitaron a anidar en sus retoques y a proponer lugares donde tomar la última.

Deben de conocerme muy bien estas inseparables mías; tengo objetos de culto, sueños inconfesables, modelos aviesos, propuestas infames que he aprendido de la verdad de las mentiras (Sade o Nabocov). Un conjunto de estampas que pueblan mi imaginario libidinoso. En fin: hasta aquí puedo contar.

Mientras pedíamos la cuenta relatamos nuestros regalos de Reyes. A mí me tocó la última.

-Melchor: Yakuza, una película difícil de localizar ambientada en Japón sobre los pactos, el Japón ignoto y la obligación moral. Gaspar: unos pendientes que imitan la joyería modernista.

Lo que me callé fue tanto el regalo de Baltasar (un libro de grabados eróticos japoneses), como el para qué quiero, entre otros afanes, la cinta de Sidney Pollack.

Acato. Mis amigas siempre tienen razón.