domingo, 30 de mayo de 2010

Degradación

Le cuesta levantarse. Necesita la dosis de cafeína que lo ha de despabilar. Sube la persiana y abre la ventana, primero la luz, luego el tufo a pescado que entra desde el patio; hasta el aire le abofetea la cara. Aprieta los párpados, los nudillos de la mano, la fragilidad entera.
Nada ocurre en sus días que merezca ser vivido.
Se ha acabado el café. Se cubre con una camiseta, el pantalón sin cremallera, las chanclas de cuando iba a la piscina.
Es el Nota, pero podrido.
Las llaves, los dos euros, el portazo. Se cruza con aquel compañero de la facultad bautizado en la pila de la felicidad. Corre por la playa con dos chicas, espera un niño, trabaja en lo que le gusta, está en forma, sigue siendo perfecto. Qué asco. Se detiene con sus vedetes. Pretende presentárselas. A él. Ellas se asustan. Las trata de usted y se disculpa por su aspecto: Perdonen señoritas, aunque no se lo crean estoy a dieta. Vengo de pesarme en una báscula que tiene la voz de Constantino Romero. Lo primero que me suelta la maquinita es Por favor, se les recuerda que se pesen de uno en uno. Así es la vida de una montaña humana.
Le gustaría despertarse una mañana y que un zorro lo mirase a cincuenta centímetros, estar rodeado de nieve y que se produjera una comunión entre la bestia y el hombre; tener una excusa para matar con un bastón de punta metálica las gallinas y conejos de medio pueblo ("Belígero", Jon Bilbao). Decirle a una mujer ¿Estás enferma?... y que ella contestase -No, casada... (Encadenados), ser Cary Grant y ella Ingrid Bergman...
Nada lo retiene, pero no puede liberarse e irse, como en el poema de Kavafis (Nada me retuvo. Me liberé y fui./ Hacia placeres que estaban/ tanto en la realidad como en mi ser,/ a través de la noche iluminada./ Y bebí un vino fuerte, como/ sólo los audaces beben el placer). Quizá por eso, se vuelve a casa estallándole en la frente, en la arcada, entre los muslos que se rozan y manosean, pulposos y áridos: No es lo que fuimos y lo que somos lo que nos abisma, piensa. Es la pereza con que nos abandonamos a la degradación... (El oficinista, Guillermo Saccomanno).


miércoles, 26 de mayo de 2010

Frívola y bonobo

Para Vicente, que hoy necesita la risa

A veces me enfado pero no se me nota mucho. Acaso porque me pongo picudina y algo querellosa. En esos casos trato de ver que ahí fuera hay un ancho mundo y que no tengo razones para protestar. Hay que mirar más allá de uno mismo.
Siempre me dice mi amiga M. que tanta queja no es más que soberbia; así que me coge de la mano, me arranca de los libros y "Me saca al mundo" a darme un buen baño de realidad. Así lo llama ella.
Paso a contar el último chapuzón.
Va de trapitos, sujetadores y transparencias. Yo de mano lo digo y el que quiera que siga o se plante.
El último lujo que me permití fue un vestido floral, de tela vaporosa, de una marca londinense. Me lo compré un día que cobré y que hacía sol. De esto hace unos tres meses. Parece una adición extraña: cobrar y que haga sol. No lo es. Antes cobrábamos todos los meses y antes en primavera salía el astro rey. Ahora nos quitan un pellizco por ciento, los interinos que no tenemos vacante donde dije pago el verano digo diego y va a ser que no (la crisis, la crisis, la crisis); encima, el sol se ha largado a Palau. Ah, que no saben dónde está. Yo hasta hoy a media tarde tampoco. No desesperen, antes acabo la historia del trapejo y los suspensorios y luego les hablo del paraíso.
Total que aquí ni dinerito rico, ni luz. Pero ahí no queda la cosa. No estrené hasta hoy la dichosa prenda porque muy bonito, muy favorecedor, muy, muy, que insistía el chico que me atendió en el establecimiento, mientras yo daba una vuelta hacia la derecha y otra hacia la izquierda, sacando culito y abriendo las piernas para ver si era ropa de la que me puedo poner en bicicleta, en mi caso razón sine qua non... pero no. No se daba la ocasión. Además: me faltaba un complemento (no lo supe hasta que me lo probé delante de mi amiga M.).
Allí todo parecía ir muy bien. El dependiente seguía con el muy, muy, muy y yo con la luz y lo veraniega que me veía en aquel espejo, me dejé querer y me lo llevé. Pero (siempre lo hay) me arrepentí del gasto con el recorte salarial. Como tampoco hacía buen tiempo para estrenarlo... me apetecía devolverlo. Guardaba el recibo, la gasa colgada de la percha, la etiqueta en la lazada... Se lo comenté a mi amiga y ella me dijo que era una rancia. Póntelo aunque no haga sol. Voy para tu casa y te quito la etiqueta. También me dejé querer: vino, me lo puse y tachán descubrimos la ausencia del complemento. El tirante estrecho, el escote en la espalda que enseña el sujetador ¿me lo quito y lo llevo como aquel anuncio de desodorantes marca Fa de los setenta que tanto hacía toser a mi padre y encima en bicicleta? Va a ser que no. Oye M. que lo cambio, que encima “con” se me ve la tira y “sin” parezco un bonobo dando gracias al mundo. Tú estás tonta, vamos de compras, necesitas un cruzado especial. A mí eso me sonó al cruzado mágico, también de los setenta (¿Playtex?); una vez más me dejé llevar. Acabamos en una corsetería de las de toda la vida donde mientras esperábamos turno nos dio tiempo a acomplejarnos de nuestra anatomía (Musil en versión femenina: La mujer sin atributos; nos salió la gracieta fácil). Cuanto más entrada en años era la señora más talla salía de la caja (a ver si va a depender de la edad, como la osteoporosis). Las dependientas, todas profesionales, dominaban el ancho, el alto, el fondo y las periferias. “Tú lo que necesitas es un Up”. “Ay, vidi, me parece que te voy a dar un reductorín”. “No, cari, sin tirantes no te lo vendo, que te bajan del ombligo”. Y todo así.
Delante de nosotras iba una púber, no tendría ni once años, estaba claro que era su primera vez. Ambas, mi amiga M. y yo, recordamos los duros inicios, el día en que llegas del colegio llorosa porque los niños o las niñas de clase te dicen que “ya” tienes y que qué haces “sin”. Mal trago comentarlo en casa, que digo yo que si en la escuela se dan cuenta, primero tendrían que habértelo dicho tu madre o tu padre o cualquiera de tu familia. Si te quieren, vamos. Luego, pasar por la vergüenza de ir a uno de esos sitios con los estrenados salientes, de la mano de tu progenitora, oírle decir: Nada, que a la niña le han salido, bueno, ya lo ves y que me digas qué le compro; y para rematar te etiquetan de Pollita. Mientras, tú, en medio de tanta novedad carnosa con las muñecas dentro de la mochila escolar sintiéndote un pequeño bicho (de aquella no habías leído a Kafka, desconocías lo de despertarse convertido en un monstruoso insecto tumbado sobre la espalda en forma de caparazón, pero igualmente te creías sola entre tanta cotidianidad absurda, culpable y frustrada por no encontrarle sentido a nada).
Ahora, como pudimos comprobar, ya no se lleva lo de que alargue la mano la buena corsetera y te mida al palpo. Ya no te aprieta el pechito y suelta en medio de la tienda: Está como para una 85, copa C; igual una 90 y le mandamos arreglar la tira, porque es estrecha de contorno.
Te quedabas allí, plantada en mitad de ninguna parte, con aquella desconocida asida a tus glándulas mamarias, rojina como una cereza y maldiciendo a tu madre y el día en que en la ecografía (¿harían de aquella esa prueba a las madres?) en lugar de salirte un par de pelotas, el ginecólogo vio tres rayitas y el mundo te nació mujer.
La niña salió airosa del asunto y llegó nuestro turno. Sacamos el vestido de la bolsa. Muy mono, ya veo, ya veo. Vamos a ver, entras y te lo pruebas sin nada, bueno, no te quites las brag... (la señora hizo una pausa en la dicción, seguida de un mmmm y una miradita de abajo arriba y continuó)... guitas. Dedujimos que dependiendo del volumen, medido a ojo por la experta señora, pasas de -itas a -as o a la inversa.
Vaya, no pensaba, la verdad.
Quita, pon y sal. A ver, aquí necesitas tirantín estrecho, color marfil o champán, tira baja o cruce al frente (¿instrucciones militares?); entra y te voy pasando. Cada vez que te pruebes uno sales. Y así una hora. La buena señora que me coge, me sube, me baja, me aprieta, me suelta, me estruja, me tira de las axilas, me empuja el vestido ora abajo, ora a los lados. De vez en cuando: ¡Hoooombre va, por favor no salgáis del probador en ropa interior!
Y tú ahí, encerrada esperando el ¡Ya estáááá, podéis moveros libremente!
Mi amiga M. estaba encantada entre tanto realismo de bata y rulo, yo con ganas de llevarme el último o el primero de aquella larga lista lencera que sonaba a francés, pero irme de una vez y dejar de sentir las manos de la corsetera meneándose por mi anatomía. Al final, cogí el cruzado marfil con todos sus complementos más por largarme de ahí que por convencimiento. En la calle por fin, M. me suelta: Ahora entramos en la cafetería, vas al baño y te lo pones. Cuando te digo un baño de realidad, es un baño de realidad. No M., déjalo, ya lo estrenaré. Y ella, erre que erre, que no, que te conozco. Al final me salí con la mía a cambio de que me lo pondría hoy para ir a ver a mis alumnos tocar sus instrumentos en un concierto de fin de curso que se ofrecía en el instituto en colaboración con el Conservatorio. Y así fue. Estrené vestido y sujetador sin saber si cobraré el mes que viene y bajo la lluvia de finales de mayo. Misión cumplida. Pero sucedió lo del sol en el Pacífico. Sí, a donde se nos fue la luminaria y cómo yo me enteré.
Bajaba taconeando la calle cuando me crucé con un viejo conocido.
-¿Qué tal? Cuánto tiempo.
-Te veo bien.
-Sí. Es el color: lo moreno quita lo gordo y lo feo.
-Cierto, estás estupendo.
-Vengo de Palau -examen de geografía- ¿Sabes dónde está?
-No. La verdad.
-¿Conoces Hawai? ¿Has estado en el Pacífico? ¿La Micronesia?
Aquí, me agarré a las buenas tradiciones, a los valores familiares, a la crisis y a las listas del paro.
-Nunca he estado allí.
-Tendrías que ir: es donde reside actualmente el sol. De Asturias a Palau. Cuando se me baje el tono, me cojo un avión y me largo de nuevo.
-Ah, claro.
-Me divorcié ¿lo sabías? Lo vendí todo, perdí seis kilos y hasta agosto sólo pienso viajar. Es que ese mes me tocan los niños.
Pero ¿qué crisis? ¿Yo con remordimientos y cargando con la culpa judeocristiana por haberme comprado un vestido hace tres meses? Ommm, mira a tu alrededor: la realidad, la realidad, la realidad. Inspira, expira...
-Ya.
-¿Tú... aún con él?
-¿...?
-Las cosas siempre ocurren por algo.
-(...) Me tengo que ir.
-Vale. No te entretengo más. En serio, deberías ir a Palau. Estás muy blanca. Y entre tú y yo: ese vestido, a contraluz, transparenta. Se nota que sigues corriendo. Saluda a tu costilla de mi parte.
(Maldito vestido.)
Quiero ser un bonobo. Son amables, pacíficos, ceremoniosos, ofrecen sexo para dar las gracias. Cuando se enfadan no son violentos, como los chimpancés, que son unos simios brutos y bestias; el enfado en los bonobos es sutil, tanto que a veces ni se nota.
-Adiós.
-Búscame en Palau.
(Lo llevas claro.)
Quiero ser, definitivamente, un bonobo. Frívola y bonobo.


sábado, 22 de mayo de 2010

Mientras tanto cógeme la mano

"Y como los anillos de los peces, los momentos más difíciles van marcando nuestras vidas, hasta convertirse en medida de nuestro tiempo. Los días felices, al contrario, pasan deprisa, y enseguida se desvanecen.
Lo que para los peces es el invierno, para las personas es la pérdida. Las pérdidas delimitan nuestro tiempo; el final de una relación, la muerte de un ser querido.
Cada pérdida es un anillo oscuro en nuestro interior."
Kirmen Uribe, Bilbao - New York - Bilbao


Nuestro primer encuentro fue en octubre de 2008, como él cuenta en su novela, los otoños en el Norte suelen venir acompañados de viento del Sur. De esa fecha conservo, como los peces de su ficción, un anillo, una ausencia, una cicatriz. Dentro de aquellos días tan tristes, nos conocimos. Me llamó la atención el escaparate de una librería dedicado por aquellas fechas a Visor. De los títulos expuestos, uno parecía dirigirse a mí: Mientras tanto cógeme la mano. Aquello era justo lo que quería oír. Entonces.
El autor era un poeta vasco del que no sabía nada: Kirmen Uribe. Luego vino su novela. La leí traducida y publicada en Seix Barral.
Bilbao-NewYork-Bilbao está llena de ficción, de esa suerte de memoria construida, aquella que seleccionamos y que nos sirve de olvido de la otra, como si pintásemos de cal una pared a modo de lienzo, no tanto para escribir sobre ella como para cubrir lo que fue y ya no: para silenciar; también de espacios, ambición, voluntad de estilo y artesanía. En casa de mi abuelo cuando enfermó su perro, sus hijos le regalaron un cachorro. Antes de que nada ocurriese, en previsión de aquella próxima pérdida. El primogénito con los días contados aceptó la compañía. Con todo, como si fuera consciente de que aquel ser creciente había llegado para que él fuera poco a poco negado, ante mi abuelo cubría el cuerpo del pequeño con el suyo, en un intento de tapar la materia destinada a anularlo. Así, intuí con la historia de Tobías, lo que luego comprobé en los amores: con ese primer beso, los otros, los de antes, los de aquél se desvanecen. Ustedes me entienden.
Ayer nos encontramos por tercera vez. Me gustó que al entrar en la sala nos saludara, a mi amiga y a mí sentadas en la última fila, pero no dejó de hacerlo en su avance hacia el escenario con cada uno de los que allí estaban para escucharlo. Eso me gustó aún más.
Tiene un rostro sonriente y, en lugar de coletillas, al hablar, cada cierta suma de enunciados, en los descansos de su verbo, emite un embrión de carcajada, sin llegar a ella la anuncia o la promete, siempre entre eses sonoras y arrastradas. Cuenta, ríe y silba. Así suena.
Sus modos, su paciencia, su construcción: “Los poemas son semillas de narraciones, sí creo que en mi caso lo son; son varios lectores y críticos los que apuntan que en realidad en este texto lo que hay es un largo poema”. “El premio no me ha cambiado; me ha hecho más libre, ahora sé que contar mi mundo y cómo es gusta. Antes no lo sabía”. “Sí, cuando no escribo me siento mal; me levanto temprano, con mi mujer y mi hijo, y escribo o lo intento”. “Desde el Premio Nacional de Narrativa, tengo remordimientos, casi no palabreo por escrito, pero me digo, jo, Kirmen, disfruta de todo esto”.
Alguien le contó cómo era la Cimadevilla de posguerra, el hambre que los atuneros vascos le quitaron a los niños invitándolos al rancho en los barcos, las disputas entre los pescadores de bajura y los grandes armadores, qué significó para algunos el Guernica de Picasso. Él escuchaba. También se detuvo ante la importancia del silencio, la dura elección entre arte y vida, la ingeniería que hay detrás de una novela, aparentemente tan sencilla como esta, cómo no te determina una lengua en el narrar, pero sí una cultura. Somos montaña y verdor y agua agrietada, rebelde y oscura. Cantábricos.
Al final, después de apelar a la narración oral, a la importancia del cine, al gusto por las buenas historias que debería alumbrar la prosa de los escritores, quiso despedir su presentación leyendo el poema que cierra su novela y que está dedicado a su hijo ("Unai nació a mis ojos con 13 años"), "Nacer" ("[...] y es que nadie es sólo para uno mismo").
No les cuento más. Creo que ustedes también merecen encontrarse directamente con el escritor: lean a Kirmen. Luego, quizá entiendan por qué sólo invito... y me callo.


jueves, 20 de mayo de 2010

Algunas noches

Algunas noches sueño con una biblioteca totalmente anónima en la que los libros carecen de título y no tienen autor, sino que forman una corriente narrativa continua en la que convergen todos los géneros, todos los estilos, todas las historias; una narración en la que ningún protagonista, ningún lugar, está identificado, una corriente que permita lanzarme a ella en cualquier punto. En esta biblioteca, el protagonista de El castillo embarcaría en el Pequod para ir en busca del Santo Grial, desembarcaría en una isla desierta donde, a partir de fragmentos, reconstruiría la sociedad apoyado en sus ruinas, hablaría de su primer encuentro centenario con el hielo y recordaría, de forma insoportablemente detallada, cómo se va a la cama temprano.

Alberto Manguel, La biblioteca de noche

En la madrugada mi hijo pequeño gritó. Después inició un llanto terrible que más que lágrima parecía supurar grito. Cuando logré tranquilizarlo, le pregunté ¿qué duele? y él contestó la pesadilla. En ella, mamá, no estabas, desperté y era un niño sin padres. Eso es imposible, traté de consolarlo, si tus ojos se cierran, mamá y papá son sombras mientras duermes, están ahí pero tú no puedes vernos; para comprobarlo sólo tienes que abrir los ojos. Entonces aparecemos: tú, la luz.
Me miró, aún con miedo, y me preguntó si podía haber algo peor que un niño sin su madre. Yo lo abracé con todas esas partes blandas que quiero creer que tengo para su bálsamo, con mi calor y mis olores, con el peso de nuestros tiempos compartidos, con la generosidad del que quiere entregar hasta lo que entiende que nunca le será concedido. Nada, mentí, a sabiendas de que la peor de las pesadillas sería, aunque fuera puro simulacro, formas perversas que pudiera tomar el sueño, ser madre sin mis hijos. Él se durmió con su frente en mi latido, sobre mis pechos. A mí, insomne, como si al borrar su congoja, la hubiera cargado a la suma de las mías, me dio la hora de levantarme leyendo.

lunes, 17 de mayo de 2010

Del deseo (I)




Manuel Franquelo



"Las diminutas partículas tiemblan mientras se sedimentan. El proceso es tan lento que hay que fijarse bien para apreciarlo [...]. Posa la copa entre los dos y se inclina hacia una de las pajitas. Sorbe en silencio. Sus pechos posados sobre el mantel. Me sonríe e invita a que sorba [...].

Obedezco. El zumo es dulce [...]. No es como me lo imaginaba. Es mejor. La expresión de B me dice que opina lo mismo.

Piensa que todo es perfecto.

Y mientras ella lo crea, todo lo será realmente.

Nos miramos por encima de la copa, cuyo nivel desciende con rapidez [...]. Ella lee mis gestos. Huelo su perfume. El pelo le cuelga sobre el plato, donde se enrosca como anguilas recién pescadas. Sorbemos con codicia. Llegamos al fondo [...]. Las pajitas producen un explosivo sonido de succión. Nuevas miradas nos rodean, nos recostamos en nuestras sillas, excitados y esperanzados, porque éstos no son más que los prolegómenos."



Jon Bilbao, Como una historia de terror

Hoy hace calor. Por fin. Lean a este chico. Sólo eso. Léanlo.

sábado, 15 de mayo de 2010

De Kafka a Garzón

Vivo mi vida en ondas crecientes
que se tienden sobre las cosas.
La última acaso no llegue a trazarla,
pero voy a intentarlo.


Rainer Maria Rilke

Pretendía que esta entrada abordase una de las causas de por qué en edad adolescente cuesta tanto engancharlos a la lectura. La vocación lectora no halla fácil acomodo en su percepción del tiempo. Cuando pensamos en por qué no leen los adolescentes, solemos olvidarnos de algo que no se percibe fácil desde nuestro mundo de adultos. No tienen tiempo. Están muy ocupados. Su pequeño universo está lleno de conversaciones en chat que son acontecimientos, de programas televisivos irrenunciables, de muros de twenty que cambian cada minuto y en los que hay que estar, de deberes, de sms impacientes.
Nos parecen ociosos y lo son. Pero desde nuestro mundo. En el suyo no hay tiempo. Hay que hacer un esfuerzo, como con Petrarca. Le ocurría al clásico, harto de la vorágine de la ficción medieval, que buscaba sin éxito en la Antigüedad especies narrativas, formatos, moldes en los que verter su ambición de realidad.
Es difícil para el lector de hoy, que ya ha oído los cantos de los apocalípticos sobre la muerte de la novela un millar de veces y que es heredero del Romanticismo (genio artístico, individualidad, libertad creativa) y del Realismo, moverse en el cedazo postmedieval del autor italiano ¿existió algún mundo posible sin novela? No somos inocentes. Ya no. Es difícil mirar desde “aquellos ojos”. Expandamos la metáfora, juguemos a la analogía: en la adolescencia de la historia de la literatura existían otras conceptualizaciones, en la adolescencia del hombre existen límites y necesidades que sólo dependen de ese concreto entonces.
De igual forma, para alguien con catorce, quince, dieciséis o diecisiete años su tiempo es instantáneo y sin consecuencias. Todo tiene que empezar y ser una historia completa ya. Una actividad extensa en días va a contrapelo. Necesitan el estímulo, el Santo Grial, su Atenea para encajar la lectura en esa vida.
Con estas reflexiones y la propuesta de una narración sobre una muñeca, una niña y un escritor, andaba yo esta mañana mientras hacía cola en el hipermercado con la ingenuidad semanal periódica “Con todo esto en el carro, no vuelvo en un mes”, cuando saqué la prensa de mi mochila viendo que cierta escena, que el cliente que me antecedía no se ponía de acuerdo con el precio de un artículo que él vio en oferta pero que la banda magnética al pasar por el lector desmiente, iba a alargarse un buen rato. Me dio tiempo a leer tres o cuatro artículos sobre el juez Garzón. No se sorprendan de mis capacidades: suelo tener imán para los tipos raros, las madres de alumnos quisquillosas con lo escatológico y lo sexual en la ficción y los clientes con problemas en las cajas de los establecimientos.
Y me puse, una vez más, encendida. A poca costa nos percatamos de que asistimos a un ciclo histórico pobre, mezquino, cuesta abajo y sin nadie que levante la hoz, aunque muchos la palabra en boca chica. Me duele el símbolo, me preocupa, no me sorprende, este lento y continuo camino hacia atrás. Mi circunstancia se llena de cangrejos.
Las lágrimas de Garzón son las del tipo universal llamémosle no Hamlet, ni Medea, ni Antígona, sólo “el humilde”, sin mayúsculas, con un sintagma nominal de artículo más nombre común.
Así que donde dije que iba a escribir sobre el enganche a la lectura en esa edad difícil, Kafka, para mí el mejor escritor del XX, y cómo llevar al autor a las aulas de Secundaria a través de una pequeña novela ¿juvenil? deliciosa que acabo de terminar: Kafka y la muñeca viajera de Jordi Sierra y Fabra, digo que hoy escribo de ascos y fandangos adosados al propio concepto de lo español: estoy con el juez, con los cuerpos amontonados bajo techos de tierra y malandanza, con los hijos del infortunio lanzados desde aviones argentinos al océano, con la gente que no puede decir que no porque el fanatismo de unas siglas históricas ahorca su fluir...
Y como todo está escrito, añado que de qué sirve la literatura si no vale para la vida (o la denuncia de esa vida), y sumo algo que recogió Lorenzo Valla hace muchos años, antes del Romanticismo, el Realismo, las teorías literarias sobre la novela, el fin de la galaxia Gutenberg y del editor, que me estalla en la boca toda esta semana, ahí va:
An non etiam parvis in historia locus?
Parece que los jueces hijos de los hijos del fascismo entienden que no.

jueves, 13 de mayo de 2010

El certificado

Para Otto

Rey Artur lloró con lágrimas de fuego, y los gemidos le encanecían de saliva los bigotes y la barba. ¡Ginebra! Ella era la bien amada, la única, la gaviota del amanecer lluvioso, la piel cegadora de nieve ardiente, la seguridad pétrea de los estados, el azafrán de las comidas de ceremonia, cendal de Persia en la fuente abrasada de los estíos, noche de celo de los venados junto al pabellón de caza apagando los otros gritos de amor de bronce señorial entre doseles y pieles de nutria, y el cuerpo desnudo de ella renovándose en el lecho con el movimiento incesante y diverso de las cascadas...
Le había comprado un libro donde una niña pierde una muñeca y es consolada, cada día, a eso de la media tarde, a través de cartas, pura narración, redactadas por un enfermo escritor, para el hombre el mejor del siglo XX, que tejía aquel texto diario como un juego infantil; nadie ha descrito, así, la posibilidad de habitar en la ficción.
Lo había envuelto cuidadosamente con papel de seda azul índigo y bajo la etiqueta felicidades había añadido un dibujo suyo, dominaban los verdes, carbón y rosas: siempre se le habían dado bien la caligrafía y la técnica figurativa, de un Pata de vaca púrpura, árbol del que hablaron tiempo atrás cuando él le enseñó en un recreo el álbum de fotos de su viaje a Birmania.
La naturaleza nos vence.
Aquella reflexión, más otras, su gusto por lo delicado, su afán en la fatalidad, los zapatos de colores, el modo en que se retiraba el flequillo (dedo índice, si es que alguna vez, pensó, se había podido fijar en sus manos sin antes pasar por su boca, acompañado de un soplido con caída de ojos)...
Guardaba silencio. De ella aprendió que entre la vulgaridad y la unicidad sólo media ese, el instante.

Ute esperaba el coche a la salida del instituto donde trabajaba. Pasó Walt y hablaron. De todo un poco. Ese mes, sus nuevos planes, el bar Purple Rain que había abierto, semanas antes, aquel compañero común tan divertido que abandonó su cargo de concejal de Cultura en el ayuntamiento, a la novia que se había convertido en esposa y la buhardilla de doscientos metros cuadrados con vistas, por una hondureña cuarenteañera que trabajaba en una fábrica textil por 120 dólares al mes, que no le cabía la risa en la fragilidad y que había conocido en un viaje matrimonial, en un hotel aburrido Todo Incluido cuando ella, a ratos, recogía hamacas por algún que otro dólar que poder llevarse a casa.
Demetrio, ya ves, no se resignó. Tiene lleno cada noche. Se casan, dice que por los papeles; yo creo que es amor. Pero ya lo conoces, más de actos que de palabras, no se le da bien construir con nombres.
Le costó escribir la dedicatoria; al final, con la anchura privilegiada de sus letras logró dibujar: A Ute de quien espero venza exigencia y miedos. Por mí.
Lo coló por la rendija del casillero de tutoría a la espera de que lo primero que ella viera a la mañana siguiente, con el pelo mojado, sus prisas pegadas a las suelas de sus tacones y su aroma (mezcla de violeta y limón, que a él le bajaba por el cuerpo como un reguero lentamente ardiente) fuera aquel paquete. Y su tibieza.
Ute se despidió de Walt cuando sonó el claxon: venían a buscarla. Le preguntó que si tendría tiempo para quedar y pasarse juntos a tomar algo con los viejos compañeros de la facultad por el bar Purple. Le entregó una servilleta doblada que ella guardó en el maletín. ¿Vale? Dijo que sí.
El coche salió con ella dentro. Walt se quedó quieto, estremecido, con el cuerpo dando avisos de una próxima lumbalgia, retenido por un escalofrío que pudiera anunciar fiebre, cansado de un día, tal vez demasiado fabril. Parecía que iba a llover, se dijo abrazándose como si el abrigo fuera su propia niñez.
Ute daba besos mientras su mano introducía el CD en el lector, saboreando el final del día, atropellando anécdotas, luminosidades de aquel y del otro, todos adolescentes, haciendo planes sobre la cena después de recoger el certificado que le faltaba y que no había querido enviarle al instituto aquella administrativa a la que había pillado por teléfono en, decía ella imitando su voz, probablemente el peor de sus días: el cinco por ciento menos. Ante su negativa y la proximidad del vencimiento de plazos, optó por ir a buscarlo en persona.
Tenía tiempo. El tráfico estaba imposible, hora punta, la minera, llovizna y vistas musgosas: un arrebato otoñal en pleno mes de mayo.
Hablarían después. Aquellos eran asuntos serios.
Al llegar a casa guardaría esa especie de folio acartonado, un híbrido de maíz y mantequilla, con las horas y los créditos y los papeles; más papeles. Perder de vista tanta burocracia. Indolencia y pérdida de tiempo. Después el vino y finalmente la conversación aplazada. Qué cosas.

El coche pasó frente a ellos, luego el bulto, el zigzag, primeros reflejos, librando, los gritos de ella, no pasa nada, tranquila, la sombra por la izquierda, el segundo impacto, el arcén, el humo y las nubes grises sobre el verde. Así se quedaría, dentro de sus ojos.
Contarían en letra de imprenta que el chico iba drogado, que se le fue el vehículo de un lado en la frenada, que no controló el adelantamiento, que todo pasó y no supo qué.
Dos semanas después vinieron a vaciar su taquilla. Su amiga Mer encontró las llaves en el fondo del maletín de cuero, junto al cuaderno de tutoría, un impreso normalizado donde aparecía su letra -las eles picudas, las vocales demasiado abiertas, la articulación algo voraz, los puntos de la i entusiastas, como ella-; también había un estuche lleno de lápices, dos justificantes de ausencia de los alumnos Alma Lafuente Moreno y Rodrigo de las Motas Suárez, un libro de Alfaguara todo subrayado, Andrés Neuman, Cómo viajar sin ver, y una servilleta de papel con el grabado bar Purple Rain como marca de agua bajo un pequeño texto, irreconocible el autor, la tinta agrietada, ilegible el contenido. Sólo una pista: no había sido escrito por ella. Ahora ya todo daba igual.
Ya.
Todo.
Mer abrió la taquilla. Sobre los libros de texto, los trabajos y exámenes sin corregir, como una vida abierta, ofendía la delicadeza de aquel paquete. En esa espera resultaba pornográfico; en el duelo, enfrentado a la mirada de la pérdida.
Él ni siquiera estaba allí. En alguna de las aulas, oficiando, disimulando tanta grieta. No pudo reclamar la autoría; tampoco la pena. Sólo esa espesa tristeza que se le coló para siempre; y el grito apretado en el fondo de la garganta, subiendo y bajando, a través de las arterias, ahí, en la angustia enquistada.
Le pareció demasiado hermoso, incendiario entre lo amargo.
Se lo llevó bajo el brazo, junto al resto de sus cosas; en la puerta, el conserje le dio un sobre, “Por favor, no doblar” rezaba una esquina.
Aquí lo sentimos... mucho... Llegó hace una semana. Susurró descansando los ojos en los zapatos de la amiga: parece un certificado.


miércoles, 5 de mayo de 2010

Continuidad

Un poema

Me he vuelto demasiado sensata
comprensiva abnegada

perfecta hasta la náusea.
Te dejo que te pasees con tu aire de semental
al baño a la cocina a por un poco de agua.
Si me preguntas
te digo que sí para no entrar en detalles
para que duermas tranquilo y rindas en la oficina.
La mentira es a menudo más fácil y espontánea
como estar juntos.
Es cómodo mi cuerpo,
tiene esquinas redondeadas
y formas ergonómicas
(sin hablar de lo mucho que abriga
y lo poco que pesa).
No pide nada, no hace preguntas
prefiere no saber.
Acolchado de amor
hace tiempo que no siente la cabeza.

Miriam Reyes [Recita mañana, jueves 6 de mayo, a partir de las once en Supernovabar, calle Canóniga 10, La Corrada del Obispo, Oviedo Antiguo]

Y yo
Se me aprietan las horas. Feroces. Se me olvida que me llamaste, que dejaste un mensaje, que Elena tiene ganas de contarme algo, que es el cumpleaños, por fin diez, de tu hijo, que Miguel tiene una herida que aún sangra, que mi pequeño ya nada la piscina de un lado a otro echando mi mirada de menos, que a ella no la han llamado para trabajar.
Se me olvida tanto y todo.
De pequeña me entusiasmaba el claqué, pequeños zapatos brillantes, con placas, que yo imaginaba de titanio, como las durezas con las que nos sostienen los huesos, golpeando, así, con rabia, voraces, el suelo: tac-tac-tac, tacatac. Así suenan los días. Sin saber que estoy en la orilla, el mar lejos, porque camino sin mirar a ninguno de mis lados. Tac-tac-tac, tacatac.
Mi madre me ve tan ocupada, hilando, deshilando, corriendo y entregándome, sin pensar (hago que hago mientras hago), que no se atreve a interrumpirme: ven, el tiempo se me escapa por la grieta de lo oscuro. Y tú también.
Así que abro mi correo y contesto, una a una, las huellas que han dejado mis amigos que disculpan mis afanes, que no devuelva las llamadas, mi ensimismamiento. Hay cajas de fósforos vacías que me pongo a rellenar, la luz para allá: lo mejor, me repito, aún no ha llegado.
Cruzo los cables, las escaleras, las plazas y subo, allí, donde me espera. Huelo el pelo de Teresa y la abrazo, sumando instantes. Clandestina, me introduce un bono de aire en el dobladillo del vestido: a veces, uno necesita respirar. Digo respirar y no costumbre.
Cumplo con los atrasos, me doy el capricho de ir a la compra: frescos y dulces. Me digo basta: deja de acostarte en agujeros. No puedo. Suficiente para hoy, pero te fallaré mañana. Ya lo sabes. Aun así sonríes. Lames mis carencias de generosidad.
Algo me dice, traidora, que huyo; que estoy mintiendo. Me estoy mintiendo.
Ella se esfuerza en creer que se vive bien, a este lado, cobarde y burgués, de la oscuridad: tac-tac-tac, tacatac.